Paulo Coelho

Stories & Reflections

Quarto Capí­tulo

Author: Paulo Coelho

Lella Zainab, sesenta y cuatro años, numeróloga

¿Athena? ¡Qué nombre tan interesante! Vamos a ver… tu número Máximo es el nueve. Optimista, social, capaz de hacerse notar en medio de una multitud. La gente se acerca a ella en busca de comprensión, compasión, generosidad, y precisamente por eso tiene que estar muy atenta, porque la tendencia a la popularidad puede subí­rsele a la cabeza y acabar perdiendo más de lo que gana. También debe tener cuidado con la lengua, pues tiende a hablar más que lo que aconseja el buen juicio.

En cuanto a tu número Mí­nimo: el once. Creo que anhela un puesto de directiva. Interés por los temas mí­sticos; a través de ellos intenta aportar armoní­a a todos los que están a su alrededor.

Pero eso entra directamente en confrontación con el número Nueve, que es la suma del dí­a, el mes y el año de su nacimiento, reducidos a un único algoritmo: estará siempre sujeta a la envidia, la tristeza, la introversión y las decisiones temperamentales. Cuidado con las siguientes vibraciones negativas: ambición excesiva, intolerancia, abuso de poder, extravagancia.

A causa de este conflicto, le sugiero que se dedique a algo que no implique un contacto emocional con la gente, en el sector de la informática o la ingenierí­a, por ejemplo. ¿Está muerta?

Disculpe. ¿Qué hací­a?

¿Qué hací­a Athena? Athena hizo un poco de todo, pero si tuviera que resumir su vida, dirí­a que era una sacerdotisa que comprendí­a las fuerzas de la naturaleza. Mejor dicho, era alguien que, por el simple hecho de no tener mucho que perder ni que esperar de la vida, se arriesgó más que los demás, y acabó convirtiéndose en las f uerzas que creí­a dominar.

Trabajó en un supermercado, fue empleada de banca, agente inmobiliaria, y en cada uno de estos puestos jamás dejó de manifestarse la sacerdotisa que llevaba dentro. Conviví­ con ella durante ocho años, y le debí­a esto: recuperar su memoria, su identidad.

Lo más difí­cil al recoger estas declaraciones f ue convencer a la gente para que me permitiesen utilizar sus nombres verdaderos. Algunos alegaron que no querí­an verse envueltos en este tipo de historias, otros intentaban esconder sus opiniones y sus sentimientos. Les expliqué que mi verdadera intención era hacer que todos los implicados la entendiesen mejor, y que nadie iba a creer en declaraciones anónimas.

Como cada uno de los entrevistados se creí­a en posesión de la única y definitiva versión de cualquier suceso, por más insignificante que éste fuese, acabaron aceptando. En el transcurso de las grabaciones, comprendí­ que las cosas no son absolutas; existen en función de la percepción de cada uno. Y muchas veces, la mejor manera de saber quiénes somos es intentar saber cómo nos ven los demás.

Eso no quiere decir que vayamos a hacer lo que esperan, pero al menos nos comprendemos mejor. Yo le debí­a eso a Athena. Recuperar su historia. Escribir su mito.

Samira R. Khalil, cincuenta y siete años, ama de casa, madre de Athena

No la llames Athena, por favor. Su verdadero nombre es Sherine. ¡Sherine Khalil, hija muy querida, muy deseada, que tanto yo como mi marido querrí­amos haber tenido por nosotros mismos!

Pero la vida tení­a otros planes; cuando la generosidad del destino es muy grande, siempre hay un pozo en el que pueden caer todos los sueños.

Viví­amos en Beirut, en la época en la que todo el mundo la consideraba como la ciudad más bella de Oriente Medio. Mi marido era un empresario de éxito, nos casamos por amor, viajábamos a Europa todos los años, tení­amos amigos, nos invitaban a todos los acontecimientos sociales importantes, y una vez llegué a recibir en mi casa a un presidente de Estados Unidos, ¡imagí­nate! Fueron tres dí­as inolvidables: dos de ellos, en los que el servicio secreto americano examinó minuciosamente cada rincón de nuestra casa (ya estaban en el barrio desde hací­a más de un mes, ocupando todas las posiciones estratégicas, alquilando apartamentos, disfrazándose de mendigos o de parejas de enamorados); y un dí­a, mejor dicho, dos horas de fiesta. Jamás se me olvidará la envidia en los ojos de nuestros amigos, ni la alegrí­a de poder fotografiarnos con el hombre más poderoso del planeta.

Lo tení­amos todo, menos aquello que más deseábamos: un hijo. Así­ que no tení­amos nada.

Lo intentamos de todas las maneras, hicimos promesas, fuimos a sitios en los que nos garantizaban un milagro, consultamos a médicos, curanderos, tomamos remedios y bebimos elixires y pociones mágicas. Dos veces me hice la inseminación artificial, pero perdí­ el bebé. La segunda, perdí­ también mi ovario izquierdo, y no volví­ a encontrar a otro médico que quisiera arriesgarse en una nueva aventura de ese tipo.

Hasta que uno de los muchos amigos que conocí­a nuestra situación sugirió la única salida posible: adoptar a un niño. Dijo que tení­a contactos en Rumania, y que el procedimiento no se iba a prolongar mucho.

Un mes después cogimos un avión; nuestro amigo tení­a negocios importantes con el dictador que gobernaba el paí­s en esa época, y del que no recuerdo el nombre (N. R.: Nicolai Ceausescu), de modo que pudimos evitar todos los trámites burocráticos y fuimos a dar a un centro de adopción de Sibiu, en Transilvania. Allí­, ya nos estaban esperando con café, cigarrillos, agua mineral, y todo el papeleo preparado, sólo tení­amos que escoger al niño.

Nos condujeron a una estancia en la que hací­a mucho frí­o, y me pregunté cómo podí­an tener a aquellas pobres criaturas en aquella situación. Mi primer instinto fue adoptarlas a todas, llevarlas a nuestro paí­s, en el que habí­a sol y libertad, pero por supuesto era una idea descabellada. Paseamos entre las cunas, oyendo llantos, aterrorizados por la decisión que tení­amos que tomar.

Durante más de una hora, ni yo ni mi marido intercambiamos palabra alguna. Salimos, tomamos café, fumamos, volvimos, y esto se repitió varias veces. Noté que la mujer encargada de la adopción empezaba a impacientarse, tení­a que decidirme pronto; en ese momento, siguiendo un instinto que me atreverí­a a llamar maternal, como si hubiese encontrado a un hijo que tení­a que ser mí­o en esta encarnación pero que habí­a llegado a este mundo a través de otro vientre, señalé a una niña.

La encargada sugirió que lo pensásemos mejor. ¡Ella, que parecí­a tan impaciente con nuestra demora! Pero yo ya me habí­a decidido.

Aun así­, con todo el cuidado, intentando no herir mis sentimientos (ella pensaba que tení­amos contactos con las más altas esferas del gobierno rumano), me susurró de manera que mi marido no oyese:

“”Sé que no saldrá bien. Es la hija de una gitana.

Le respondí­ que una cultura no se puede transmitir a través de los genes; la niña, que no tení­a más que tres meses, serí­a mi hija y la de mi marido, educada según nuestras costumbres. Conocerí­a la iglesia que frecuentábamos, las playas a las que í­bamos a pasear, leerí­a sus libros en francés, estudiarí­a en la Escuela Americana de Beirut. Por lo demás, no tení­a ninguna información “”y sigo sin tenerla”” sobre la cultura gitana. Sólo sé que viajan, que no siempre se duchan, que engañan a los demás y que llevan un pendiente en la oreja. Cuenta la leyenda que acostumbran a raptar niños para llevarlos en sus caravanas, pero allí­ estaba sucediendo exactamente lo contrario: habí­an dejado atrás a una niña, para que yo me encargase de ella.

La mujer todaví­a intentó disuadirme, pero yo ya estaba firmando los papeles, y pidiéndole a mi marido que hiciese lo mismo. De regreso a Beirut, el mundo parecí­a diferente: Dios me habí­a dado una razón para existir, para trabajar, para luchar en este valle de lágrimas. Ahora tení­amos una niña para justificar todos nuestros esfuerzos.

Sherine creció en sabidurí­a y belleza (creo que todos los padres dicen lo mismo, pero pienso que era una niña realmente excepcional). Una tarde, cuando ella ya tení­a cinco años, uno de mis hermanos me dijo que, si ella querí­a trabajar fuera, su nombre siempre delatarí­a su origen, y sugirió que lo cambiásemos por uno que no dijese absolutamente nada, como Athena. Claro que hoy sé que Athena no es solamente un nombre parecido a la capital de un paí­s, sino también la diosa de la sabidurí­a, de la inteligencia y de la guerra.

Y posiblemente mi hermano no sólo supiese esto, sino que era consciente de los problemas que un nombre árabe podrí­a causarle en el futuro (estaba metido en polí­tica, como toda nuestra familia, y querí­a proteger a su sobrina de las nubes negras que él, sólo él, podí­a divisar en el horizonte). Lo más sorprendente es que a Sherine le gustó el sonido de la palabra. En una sola tarde empezó a referirse a sí­ misma como Athena, y ya nadie pudo quitárselo de la cabeza. Para contentarla, adoptamos también ese sobrenombre, pensando que pronto se olvidarí­a del tema.

¿Podrá un nombre afectar a la vida de una persona? Porque el tiempo pasó, el sobrenombre resistió, y acabamos adaptándonos a él.

A los doce años, descubrimos que tení­a una cierta vocación religiosa: viví­a en la iglesia, se sabí­a los evangelios de memoria, lo cual era al mismo tiempo una bendición y una maldición. En un mundo que empezaba a estar cada vez más dividido por las creencias religiosas, yo temí­a por la seguridad de mi hija. A esas alturas, Sherine ya empezaba a decirnos, como si fuese lo más normal del mundo, que tení­a una serie de amigos invisibles, ángeles y santos cuyas imágenes solí­a ver en la iglesia que frecuentábamos. Está claro que todos los niños del mundo tienen visiones, aunque es raro que se acuerden una vez pasada una determinada edad. También suelen darles vida a las cosas inanimadas, como las muñecas o los osos de peluche. Pero empecé a creer que estaba exagerando cuando un dí­a fui a buscarla al colegio y me dijo que habí­a visto a «una mujer vestida de blanco, parecida a la Virgen Marí­a».

Creo en los ángeles, claro. Creo incluso que los ángeles hablan con los niños pequeños, pero cuando las apariciones son de gente adulta, las cosas cambian. Conozco algunas historias de pastores y de gente del campo que afirman haber visto a una mujer de blanco, lo que ha acabado destruyendo sus vidas, ya que la gente los busca para hacer milagros, los curas se preocupan, las aldeas se convierten en centros de peregrinación, y los pobres niños acaban su vida en un convento. Así­ que me quedé muy preocupada con esta historia; a su edad deberí­a haber estado más interesada por los estuches de maquillaje, por pintarse las uñas, ver telenovelas románticas o programas infantiles en la tele. Algo iba mal con mi hija y fui a ver a un especialista.

“”Relájese “”dijo.

Para el pediatra especializado en psicologí­a infantil, como para la mayorí­a de los médicos que tratan estos temas, los amigos invisibles son una especie de proyección de los sueños, que ayudan al niño a descubrir sus deseos, expresar sus sentimientos, encontrarse consigo mismos, de una manera inofensiva.

“”¿Pero una mujer de blanco?

Me respondió que tal vez, Sherine no comprendí­a nuestra manera de ver o de explicar el mundo. Sugirió que, poco a poco, empezásemos a preparar el terreno para decirle que habí­a sido adoptada. En el lenguaje del especialista, lo peor que podí­a ocurrir es que se enterase por sí­ misma, pues empezarí­a a dudar de todo el mundo. Su comportamiento podrí­a volverse imprevisible.

A partir de ese momento, cambiamos nuestra manera de dialogar con ella. No sé si el ser humano puede recordar cosas que le ocurrieron cuando todaví­a era bebé, pero intentamos demostrarle cuánto la querí­amos, y que ya no tení­a que refugiarse en un mundo imaginario. Tení­a que entender que su universo visible era lo más hermoso, que sus padres la iban a proteger de cualquier peligro, Beirut era bonita, las playas siempre estaban llenas de sol y de gente. Sin enfrentarme directamente con esa «mujer», empecé a pasar más tiempo con mi hija, invité a sus amigos del colegio a que frecuentasen la casa, no perdí­a ni una sola oportunidad para demostrarle todo nuestro cariño.

La estrategia dio resultado. Mi marido viajaba mucho, Sherine lo echaba de menos, y en nombre del amor decidió cambiar su estilo de vida. Las conversaciones solitarias empezaron a ser sustituidas por juegos entre padre, madre e hija.

Todo iba bien hasta que una noche ella vino llorando a mi habitación, diciendo que tení­a miedo, que el infierno estaba cerca. Yo estaba sola en casa; mi marido, una vez más, habí­a tenido que ausentarse, y pensé que ésa era la razón de su desesperación. ¿Pero infierno? ¿Qué le estaban enseñando en el cole o en la iglesia? Decidí­ que al dí­a siguiente irí­a a hablar con la profesora. Sherine, sin embargo, no dejaba de llorar. La llevé hasta la ventana, le enseñé el Mediterráneo, allá fuera, iluminado por la luna llena. Le dije que no habí­a demonios, sino estrellas en el cielo y gente caminando por el bulevar de delante de nuestro apartamento. Le expliqué que no debí­a tener miedo, que estuviese tranquila, pero ella seguí­a llorando y temblando. Después de casi media hora intentando calmarla, empecé a ponerme nerviosa. Le pedí­ que dejase de comportarse de aquella manera, que ya no era una niña. Imaginé que tal vez hubiese tenido su primera menstruación; discretamente, le pregunté si sangraba.

“”Mucho.

Cogí­ un poco de algodón, le pedí­ que se acostase para poder tratarle la «herida». No era nada, mañana se lo explicarí­a. Sin embargo, no le habí­a llegado la menstruación. Todaví­a lloró un poco, pero debí­a de estar cansada, porque se durmió en seguida.

Y al dí­a siguiente por la mañana, corrió la sangre.

Cuatro hombres fueron asesinados. Para mí­, no era más que una de las eternas batallas tribales a las que mi pueblo estaba acostumbrado. Para Sherine, no debí­a de ser nada, porque ni siquiera mencionó su pesadilla de la noche anterior.

Sin embargo, a partir de esa fecha, el infierno fue llegando, y hasta hoy no se ha vuelto a marchar. El mismo dí­a, veintiséis palestinos murieron en un autobús, como venganza por el asesinato. Veinticuatro horas después, ya no se podí­a andar por las calles, por culpa de los tiros que salí­an de todas partes. Cerraron los colegios. A Sherine la trajo a casa una de sus profesoras a toda prisa y, a partir de ahí­, todos perdieron el control de la situación. Mi marido interrumpió su viaje y volvió a casa; se pasó dí­as enteros llamando a sus amigos del gobierno, pero nadie le decí­a nada que tuviera sentido. Sherine oí­a los tiros allá fuera, los gritos de mi marido dentro de casa y, para mi sorpresa, no decí­a ni una palabra. Yo siempre intentaba decirle que era pasajero, que pronto podrí­amos volver a la playa, pero ella desviaba los ojos y me pedí­a algún libro para leer, o un disco para escuchar. Mientras el infierno iba instalándose poco a poco, Sherine leí­a y escuchaba música.

Perdone, pero no quiero pensar demasiado en eso. No quiero pensar en las amenazas que recibimos, en quién tení­a la razón, en quiénes eran los culpables y los inocentes. El hecho es que, pocos meses después, quien querí­a cruzar una determinada calle tení­a que coger un barco, ir hasta la isla de Chipre, coger otro barco y desembarcar en el otro lado de la calzada.

Permanecimos dentro de casa prácticamente durante casi un año, siempre esperando que la situación mejorase, siempre pensando que todo aquello era pasajero, que el gobierno controlarí­a la situación. Una mañana, mientras escuchaba música en su pequeño reproductor portátil, Sherine ensayó unos cuantos pasos de baile, y empezó a decir cosas como «durará mucho, mucho tiempo».

Quise interrumpirla, pero mi marido me cogió del brazo: le estaba prestando atención, y tomándose en serio las palabras de una niña. Nunca entendí­ por qué, y hasta el dí­a de hoy no hemos comentado el tema; es un asunto tabú entre nosotros.

Al dí­a siguiente, inesperadamente, él empezó a hacer preparativos; al cabo de dos semanas estábamos embarcando hacia Londres. Más tarde nos enteramos de que, aunque no haya estadí­sticas concretas al respecto, en esos dos años de guerra civil (N. R.: 1974 y 1975) murieron alrededor de cuarenta y cuatro mil personas, hubo ciento ochenta mil heridos, miles de refugiados. Los combates continuaron por otras razones, el paí­s fue ocupado por fuerzas extranjeras, y el infierno sigue todaví­a hoy.

«Durará mucho tiempo», decí­a Sherine. Dios mí­o, por desgracia tení­a razón.

Próximo capí­tulo: 08.09.06

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