Paulo Coelho

Stories & Reflections

Edición nº 151: Veinte años después

Author: Paulo Coelho

La próxima semana celebramos el dí­a de Santiago de Compostela (25 de julio). El año pasado, realicé una vez más la peregrinación, en coche, junto a mi mujer, para celebrar mis 20 años de Camino.

Me acuerdo de una tarde, yo sentado en un jardí­n de León, mirando el correr de las aguas de un rí­o.

A mi lado Cristina – mi mujer – está leyendo un libro. La primavera empieza en Europa, ya podemos colocar los abrigos en la maleta. Viajamos en coche todos estos dí­as, pasando por algunos lugares que marcaron nuestras vidas (Cristina hizo el Camino de Santiago en 1990). A pesar de que viajamos sin prisa, cubrimos 500 Km. en menos de una semana.

Agua mineral. Café.

Personas que conversan, personas que caminan.

Personas que también toman su café y su agua mineral.

Entonces vuelvo veinte años en el tiempo, a una tarde de Julio o Agosto de 1986, a un café, un agua mineral, personas conversando y caminando – sólo que esta vez el escenario son las planicies que se extienden después de Castrogeriz -, mi cumpleaños se aproxima, ya salí­ de Sant Jean Pied-de-Port hace tiempo, y estoy un poco más allá de la mitad del camino que conduce a Santiago de Compostela.

Velocidad de caminada: 20 kms por dí­a.

Miro para adelante, el paisaje monótono, el guí­a que también toma su café en un bar que parece haber surgido de la nada. Miro para atrás, el mismo paisaje monótono, con la única diferencia que en el polvo del camino están las marcas de las suelas de mis zapatos – pero eso es temporal, el viento las borrará antes de que llegue la noche.

Todo me parece irreal.

¿Qué estoy haciendo aquí­? Esta pregunta continúa acompañándome a pesar de ya haber transcurrido varias semanas. Estoy buscando una espada. Estoy cumpliendo un ritual de RAM, una pequeña orden dentro de la Iglesia Católica, sin secretos o misterios más allá de la tentativa de comprender el lenguaje simbólico del mundo. Estoy pensando que fui engañado, que la búsqueda espiritual no pasa de una cosa sin sentido o lógica, y que serí­a mejor estar en Brasil, cuidando de lo que yo siempre cuidaba.

Estoy dudando de mi sinceridad en esta búsqueda, porque da mucho trabajo buscar un Dios que nunca se muestra, rezar en las horas ciertas, recorrer caminos extraños, tener disciplina, aceptar órdenes que me parecen absurdas. Es eso: dudo de mi sinceridad. Todos estos dí­as Petro ha dicho que el camino es de todos, de las personas comunes, lo que me deja muy decepcionado. Yo pensaba que todo este esfuerzo me iba a dar un lugar de destaque entre los pocos elegidos que se aproximan a los grandes arquetipos del universo. Yo pensaba que iba finalmente a descubrir que son verdad todas las historias respecto a los gobiernos secretos de sabios en el Tibet, de pociones mágicas que son capaces de provocar el amor donde no existe la atracción, de rituales donde de repente las puertas del paraí­so se abren. Pero es exactamente lo contrario de lo que Petrus me dice: no existen los elegidos. Todos son elegidos si en vez de preguntarse “qué estoy haciendo aquí­” decidieran hacer cualquier cosa que despierte el entusiasmo en su corazón. Es en el trabajo con entusiasmo que está la puerta del paraí­so, el amor que transforma, la elección que nos lleva hasta Dios. Es ese entusiasmo que nos conecta con el Espí­ritu Santo, y no las centenas, millares de lecturas de los textos clásicos. Es la voluntad de creer que la vida es un milagro que permite que los milagros sucedan, y no los llamados “rituales secretos” u “órdenes iniciáticas”. En fin, es la decisión del hombre de cumplir su destino lo que lo hace ser realmente un hombre – y no las teorí­as que él desenvuelve alrededor del misterio de la existencia.

Y aquí­ estoy yo. Un poco más allá de la mitad del camino que me lleva a Santiago de Compostela. Si las cosas son tan simples como él dice, ¿por qué esta aventura inútil?

En esta tarde en León, en el lejano año de 1986, yo todaví­a no sé que de aquí­ a seis o siete meses escribiré un libro sobre esta experiencia mí­a, que ya camina por mi alma el pastor Santiago en busca de un tesoro, que una mujer llamada Verónica se prepara para ingerir algunas pí­ldoras y tratar de cometer suicidio, que Pilar llegará delante del rí­o Piedra y escribirá, llorando, su diario. Todo lo que sé es que estoy haciendo este absurdo y monótono Camino. No existe fax, celular, los refugios son pocos, mi guí­a parece irritado todo el tiempo, y no tengo como saber lo que está sucediendo en Brasil.

Todo lo que sé en este momento es que estoy tenso, nervioso, incapaz de conversar con Petrus, porque acabo de darme cuenta de que no puedo volver a hacer más lo que vení­a haciendo – aunque eso signifique prescindir de un dinero razonable al final del mes, de una cierta estabilidad emocional, de un trabajo que ya conozco y del cual domino algunas técnicas – Necesito cambiar, seguir en dirección a mi sueño, un sueño que me parece infantil, ridí­culo, imposible de ser realizado: convertirme en el escritor que secretamente siempre deseé ser, pero que no tengo coraje de asumir.

Petrus termina de beber su café, su agua mineral, me pide que pague la cuenta y que continuemos caminando, ya que todaví­a faltan algunos kilómetros hasta la próxima ciudad. Las personas continúan pasando y conversando, mirando de reojo a los dos peregrinos de mediana edad, pensando que hay gente extraña en este mundo, siempre lista para intentar revivir un pasado que ya está muerto. La temperatura debe estar alrededor de los 27oC porque es el final de la tarde, y yo me pregunto silenciosamente, por la milésima vez, si no tomé la decisión equivocada.

¿Yo querí­a cambiar? Creo que no, pero a fin de cuentas este camino me está transformando. ¿Yo querí­a conocer los misterios? Creo que sí­, pero el camino me está enseñando que no existen los misterios, que – como decí­a Jesucristo – no hay nada oculto que no haya sido revelado. En fin, todo está sucediendo al contrario de lo que yo esperaba.

Nos levantamos, y empezamos a andar en silencio. Estoy inmerso en mis pensamientos, en mi inseguridad, y Petrus debe estar pensando -yo me imagino- en su trabajo en Milán. Está aquí­ porque de alguna manera fué obligado por la Tradición, pero posiblemente espera que esta caminata termine rápido, para poder volver a hacer lo que le gusta.

Anduvimos casi todo el resto de la tarde sin conversar. Estamos aislados en nuestra convivencia forzada. Santiago de Compostela está adelante, y no puedo imaginar que este camino me conduce no sólo a esta ciudad, sino a muchas otras ciudades del mundo. Ni yo ni Petrus sabemos que en esta tarde, en la planicie de León, estoy también caminando hacia Milán, su ciudad, donde llegaré casi diez años después, con un libro llamado “El Alquimista”. Yo estoy caminando hacia mi destino, tantas veces soñado y otras tantas veces negado.

En algunos dí­as llegaré exactamente al lugar donde hoy, veinte años después, escribo estas lí­neas. Yo estoy caminando en dirección a lo que siempre deseé, y no tengo fe, ni esperanza de que mi vida se transforme.

Pero continúo adelante. En un futuro remoto, en uno de los bares por donde pasaré de aquí­ a algunos dí­as, ya está sentada mi mujer leyendo un libro, y allí­ estoy yo, escribiendo este texto en un ordenador, que minutos después lo enví­a por internet hasta el periódico donde será publicado.

Estoy caminando en dirección a este futuro – en esta tarde de agosto de 1986.

(*) En el año que hice la peregrinación, apenas 400 personas habí­an recorrido el Camino de Santiago. En el año 2005, según estadí­sticas no oficiales, 400 personas pasaban -por dí­a – delante del bar mencionado en el texto.

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