Stories & Reflections
Paulo Coelho
Los hombres que había conocido desde su llegada a Genève hacían de todo para parecer seguros de sí mismos, como si gobernasen el mundo y sus propias vidas; Maria, sin embargo, veía en los ojos de cada uno de ellos el terror a la esposa, el pánico a no conseguir una erección, a no ser lo suficientemente machos ni ante una simple prostituta a quien estaban pagando.
Si fueran a una tienda y no les gustase el calzado, serían capaces de volver con el ticket en la mano y exigir el reembolso. Sin embargo, aunque también estuviesen pagando por una compañía, si no tenían una erección jamás volverían a la misma discoteca, porque creían que la historia ya se habría extendido entre todas las demás mujeres de allí, y eso era una vergüenza.
«Soy yo la que debería tener vergüenza por no ser capaz de excitar a un hombre. Pero, en realidad, son ellos los que la tienen.»
Para evitar estos dilemas, Maria procuraba dejarlos siempre a su aire, y cuando alguno de ellos parecía más borracho o más frágil de lo normal, evitaba el sexo, y se concentraba sólo en las caricias y la masturbación, lo que los dejaba muy contentos, por más absurda que fuese la situación, ya que podían masturbarse ellos solos.
Siempre era preciso evitar que se sintiesen avergonzados. Aquellos hombres, tan poderosos y arrogantes en sus trabajos, luchando sin parar con empleados, clientes, proveedores, prejuicios, secretos, falsas actitudes, hipocresía, miedo, opresión, terminaban el día en una discoteca, y no les importaba pagar trescientos cincuenta francos suizos para dejar de ser ellos mismos durante la noche.
«¿Durante la noche? Maria, estás exagerando. En realidad, son cuarenta y cinco minutos y, aun así, si descontamos el tiempo de quitarse la ropa, ensayar alguna falsa caricia, hablar de algo trivial, vestirse, reduciremos este tiempo a once minutos de sexo propiamente dicho.»
Once minutos. El mundo giraba en torno a algo que duraba solamente once minutos.
Y por esos once minutos en un día de veinticuatro horas (considerando que todos hiciesen el amor con sus esposas todos los días, lo que era un verdadero absurdo y una gran mentira), ellos se casaban, sustentaban a la familia, aguantaban el llanto de los niños, se deshacían en explicaciones cuando llegaban tarde a casa, veían a decenas, centenas de mujeres con las que les gustaría pasear por el lago de Genève, compraban ropa cara para ellos, ropa aún más cara para ellas, pagaban a prostitutas para compensar lo que echaban en falta, sustentaban una gigantesca industria de cosméticos, dietas, gimnasia, pornografía, poder, y cuando quedaban con otros hombres, al contrario
de lo que decía la leyenda, jamás hablaban de mujeres. Charlaban sobre trabajo, dinero y deporte.
Algo iba muy mal en la civilización; y ese algo no era la deforestación amazónica, ni la capa de ozono, ni la muerte de los pandas, ni el tabaco, ni los alimentos cancerígenos, ni la situación de las cárceles, como gritaban los periódicos.
Era exactamente aquello en lo que ella trabajaba: el sexo.
en mi libro “Once Minutos” (2003)