Stories & Reflections
Termino de cenar, tomo mi café y me quedo contemplando el cuadro que tengo frente a mí: lo dejaron dentro de un río, durante un año, para que la naturaleza le diese el retoque final al trabajo de la pintora.
La mitad de la pintura se la llevaron las aguas y la intemperie, por lo que los bordes quedaron irregulares. De todas maneras, aún consigo ver parte de la bella rosa roja, sobre un fondo dorado. Conozco a la artista. Recuerdo que en 2003, cuando fuimos juntos a cierto bosque de los Pirineos, descubrimos el riachuelo, que entonces estaba seco, y escondimos la tela bajo las piedras que cubrían el lecho.
Conozco a la artista: Christina Oiticica. En este momento se encuentra físicamente a 8.000 kilómetros de distancia, a la vez, su presencia está en todo lo que me rodea. Eso me alegra: a pesar de que llevamos 29 años casados, el amor es más intenso que nunca. Jamás pensé que pudiera ocurrir algo así: venía de tres relaciones que no habían ido bien y estaba convencido de que el amor eterno no existe, hasta que apareció ella -una tarde de Navidad-, como un regalo enviado por un ángel.
Fuimos al cine.
Hicimos el amor aquel mismo día.
Yo me dije a mí mismo: «Esto no va a durar mucho». Durante los dos primeros años estaba siempre preparado para que cualquiera de los dos lo dejase. Durante los cinco años siguientes seguía pensando que apenas nos habíamos acomodado, pero que en breve cada cual seguiría su destino. Me había convencido a mí mismo de que ningún compromiso algo más serio me privaría de mi `libertad´ ni me impediría vivir todo lo que deseaba. Veintinueve años después sigo siendo libre -porque descubrí que el amor jamás esclaviza al ser humano. Soy libre para girar la cabeza y verla durmiendo a mi lado-, ésa es la foto que tengo en mi teléfono móvil. Soy libre para salir con ella, para pasear con ella, y continuar charlando, conversando -y eventualmente discutiendo, como siempre-. Soy libre para amar como nunca amé antes, y esto ha llegado a ser algo esencial en mi vida.
Volvamos al cuadro y al río. Era el verano de 2002, yo ya era un escritor conocido, tenía dinero, pero consideraba que mis valores básicos no habían cambiado. Ahora bien, ¿cómo estar absolutamente seguro? Realizando una prueba. Alquilamos un pequeño cuarto en un hotel de dos estrellas en Francia, donde comenzamos a pasar cinco meses al año. El armario no podía crecer, así que teníamos que limitar nuestras ropas. Recorríamos los bosques, cenábamos fuera, nos pasábamos las horas conversando, íbamos al cine a diario. La simplicidad nos confirmó que las cosas más sofisticadas del mundo son justamente las que quedan al alcance de todos. Para mi trabajo, todo lo que necesitaba era un ordenador portátil.
Resulta que mi mujer es… pintora.
Y los pintores necesitan enormes talleres para producir y guardar sus trabajos. No quería que de ninguna manera sacrificase su vocación por mí, así que me propuse alquilar un local. No obstante, mirando a su alrededor, viendo las montañas, los valles, los ríos, los lagos, los bosques, ella pensó: «¿Por qué no trabajo aquí? ¿Y por qué no permito que la naturaleza trabaje conmigo?». De ahí vino la idea de `almacenar´ las telas al aire libre. Yo llevaba el portátil y me pasaba el tiempo escribiendo. Ella se arrodillaba en la hierba y pintaba. Un año después, cuando retiramos las primeras telas, el resultado era original y magnífico.
Vivimos en aquel pequeño hotel dos años inolvidables. Ella siguió enterrando sus telas, ya no por necesidad, sino por haber descubierto una nueva técnica. Amazonia, Bombay, Camino de Santiago, Liubliana, Miami. Hoy se encuentra lejos, pero mañana, o la semana que viene, estará cerca. Durmiendo a mi lado. Contenta, porque su trabajo comienza a tener reconocimiento en todo el mundo.
En este momento, tan sólo miro la rosa. Y le doy las gracias al ángel que me hizo dos regalos en aquellas Navidades de 1979: la capacidad de abrir mi propio corazón y la persona apropiada para acogerlo.