Stories & Reflections
“Entré a una habitación pequeña, con paredes de ladrillo. Había una cama que tenía un cobertor de goma y un aparato con una manija en la cabecera.
– Así que me va a aplicar la electroterapia – le dije al Dr. Benjamim Gaspar Gomes.
– No se preocupe. – Es mucho más traumático verlo que soportarlo. No duele nada – me respondió.
El enfermero me puso en la boca una especie de tubo, para impedir que se me enrollara la lengua. Después me colocó en las sienes dos cables que parecían auriculares.
Yo estaba mirando el techo medio descascarado de la habitación, cuando escuché el sonido de la manija que giraba. Enseguida me pareció que una cortina caía frente a mis ojos; la visión se me fue concentrando rápidamente en un solo punto, y todo quedó a oscuras.
El médico tenía razón: no dolía nada.”
La escena que acabo de describir no forma parte de mi libro, Veronika Decide Morrir: la escribí en mi diario, durante mi segunda internación en un hospital para enfermos mentales. Corría el año 1966. Brasil comenzaba a vivir el período negro de la dictadura militar (1964 – 1989) y, por una reacción natural del mecanismo social, la represión externa empezaba a transformarse en una represión interna.
Mientras tanto, resultaba inadmisible que las buenas familias de clase media aceptaran que sus hijos o nietos fueran “artistas”. En el Brasil de aquella época, esta palabra era sinónimo de homosexual, comunista, drogadicto y vagabundo.
A los 18 años, yo creía que el mundo de mis padres y mi mundo podían convivir de manera pacífica. Hacía lo posible para sacar buenas notas en el colegio jesuita donde estudiaba, y por las tardes trabajaba. Pero cuando llegaba la noche, vivía mi verdadero sueño: “ser artista”. Como no sabía exactamente por dónde empezar, la única manera fue unirme a un grupo de aficionados al teatro. Aunque no me imaginaba como actor profesional, por lo menos estaría entre personas con las que tenía afinidades.
Lamentablemente, mis padres no creían en la convivencia de dos mundos extremos. Entonces, al despertarme una hermosa mañana, después de cierta noche en que llegué a casa borracho, vi que dos enfermeros musculosos estaban observándome.
– Tendrás que venir con nosotros – me dijo uno de ellos.
Mi madre lloraba; mi padre intentaba esconder sus emociones.
– Es por tu bien – me decía él. – Te van a hacer unos análisis.
Y así fue como comenzó mi peregrinación por los hospitales psiquiátricos. Me internaban, me daban los tratamientos más diversos, terminaba huyendo en la primera oportunidad, viajaba hasta que ya no daba más, volvía a la casa de mis padres. Vivíamos un período de luna de miel, yo volvía a la escuela, empezaba a rodearme de gente que mi familia consideraba “malas compañías”, y entonces volvían a aparecer los enfermeros.
En la vida hay ciertas luchas que tienen sólo dos resultados posibles: o nos destruyen, o nos hacen más fuertes. El hospital psiquiátrico fue una de esas luchas.
Cierta noche, mientras conversaba con otro interno, le dije:
“¿Sabes qué? Creo que todo hombre, en algún momento de su vida, sueña con ser presidente de la república. Ni tú ni yo podemos aspirar a eso, porque nuestra biografía no nos lo permitirá.
“Entonces no tenemos nada que perder”, me respondió. “Vamos a hacer lo que se nos ocurra.”
Sentí que tenía razón. La situación en que me encontraba era tan inusitada, tan extrema, que conllevaba un aspecto hasta entonces desconocido: la libertad total. El esfuerzo que mis padres habían hecho para que yo fuera igual a todos, había dado el resultado opuesto: ahora yo era una persona completamente distinta de mis congéneres.
Aquella misma noche analicé mi futuro. Una de las alternativas era ser escritor. La otra, que me parecía mucho más viable, era volverme definitivamente loco. El Estado sustentaría mis gastos, y yo no necesitaría volver a trabajar ni a asumir ninguna responsabilidad. Claro, tendría que pasar muchos días en un asilo para enfermos mentales, pero por experiencia propia yo sabía que los internos no se comportaban como los locos de las películas de Hollywood; a excepción de los casos patológicos de catatonía o esquizofrenia, los demás eran capaces de hablar sobre la vida haciendo apreciaciones de singular originalidad. De vez en cuando tenían ataques de pánico, depresión o agresividad, pero eran pasajeros.
El gran peligro que corrí en el hospital psiquiátrico no fue perder, para siempre, la posibilidad de ser presidente de la república. Tampoco fue el hecho de considerarme marginado, o víctima de una injusticia por parte de mi familia, porque en mi corazón entendía perfectamente que las internaciones eran un acto desesperado de amor, de sobreprotección. El gran peligro que corrí fue considerar que la situación en que me encontraba era normal.
Cuando salí por tercera vez, repitiendo el famoso ciclo de fuga/viaje/vuelta a casa/luna de miel con mi familia/malas compañías/internación, ya tenía casi 20 años y me había acostumbrado a ese ritmo. Pero esta vez algo había cambiado.
A pesar de que volví a frecuentar las “malas compañías”, mis padres se mostraban reluctantes a internarme de nuevo; sin que yo lo supiera, ellos ya se habían convencido de que yo era un caso perdido y preferían tenerme junto a ellos, aguantándome por el resto de la vida.
Yo estaba cada vez peor, más agresivo, pero la internación no llegaba. Hubo un período de alegría, cuando procuré ejercer mi supuesta libertad para, por fin, vivir mi vida de “artista”. Abandoné el empleo que me habían conseguido, dejé de estudiar, me dediqué en forma exclusiva al teatro y a los bares de intelectuales. Durante un largo año fui apenas lo que quise hasta que la policía política disolvió el grupo de teatro y empezó a controlar los bares; los editores rechazaban todos mis cuentos; ninguna de mis amigas tenía interés en enamorarse de mí… porque yo era un joven sin futuro, sin una carrera definida, que ni siquiera había ingresado a la universidad.
Entonces, una hermosa mañana, decidí destruir mi habitación. Era una manera de decir, sin palabras: “¿es que ustedes no entienden que yo no puedo estar aquí afuera? ¡Yo no voy a poder trabajar, y no voy a poder realizar mi sueño; creo que ustedes tienen toda la razón! ¡Soy loco, y quiero volver al hospicio!”
Cuánta ironía nos reserva el destino … Cuando terminé de destruir mi habitación y vi -con alivio- que llamaban por teléfono al hospital psiquiátrico, resultó que el médico que me atendía estaba de vacaciones. Mandaron a un médico reemplazante junto con los dos enfermeros. El médico me vio sentado en el medio de una pila de libros rotos, discos partidos, cortinas destruidas, y les pidió a mis padres y a los enfermeros que salieran.
-¿Qué es todo esto? – me preguntó.
No le respondí. Un loco debe comportarse como alguien que está ausente de la realidad.
– Déjate de pavadas – me dijo el médico. – Estuve leyendo tu historia clínica, y de loco no tienes nada. No te voy a internar.
Salió, me recetó unos calmantes y (esto lo supe después) les dijo a mis padres que yo estaba sufriendo el “síndrome de la internación”: personas normales que en algún momento vivieron una situación anormal -como depresión, pánico, etc.- y que empiezan a utilizar ese malestar como la única alternativa de vida. O sea que eligen estar enfermos, porque ser “normales” da mucho trabajo. Mis padres escucharon el consejo, y jamás volvieron a internarme.
A partir de entonces, nunca se me volvería a ofrecer la comodidad de la locura. Tuve que lamerme mis propias heridas, perder algunas batallas, ganar otras, desistir muchas veces de mi sueño imposible, aceptar empleos burocráticos, hasta que un día largué todo por enésima vez, me fui de peregrinación a Santiago de Compostela, y entendí que no podría seguir negándome para siempre a enfrentarme con mi destino: “ser artista”. En mi caso específico, ser un escritor. Entonces, a los 38 años, decidí escribir mi primer libro, y arriesgarme a la lucha que inconscientemente tanto había temido: pelear por un sueño.
Conseguí un editor, y este libro (El Peregrino de Compostela, acerca de mi experiencia en el Camino de Santiago) me llevó a escribir El Alquimista, que me llevó a escribir otros, que me llevaron a publicar traducciones, que me llevaron a dar conferencias por el mundo entero. A pesar de todos los aplazamientos que le había puesto a mi sueño, ahora veía que no era algo tan imposible, y que el Universo siempre conspira a favor de aquellos que luchan por lo que quieren.
En 1997, al final de una extenuante gira promocional por tres continentes, comencé a notar algo muy extraño: lo que yo había deseado el día en que destruí mi habitación parecía ser una aspiración colectiva. La gente prefiere vivir en un hospicio inmenso, cumpliendo con religiosidad unas reglas dictadas por vaya a saber quién, en lugar de luchar por el derecho de ser diferente. En un vuelo hacia Tokyo, leí en un periódico el siguiente texto:
Según la Oficina de Estadísticas de Canadá: el 40% de las personas de entre 15 y 34 años; el 33% de las personas de entre 35 y 54 años, y el 20% de las personas de entre 55 y 64 años han tenido algún tipo de enfermedad mental. Se cree que uno de cada cinco individuos sufre de alguna forma de desorden psiquiátrico.
Y pensé: Canadá no pasó por una dictadura militar; es considerado el país con mejor calidad de vida del mundo, ¿por qué sera que hay tantos locos allí? ¿Por qué no están en el hospicio?
Esta pregunta me llevó a otra: ¿qué es la locura, exactamente?
Encontré la respuesta para las dos preguntas. La primera: las personas no están en los asilos porque siguen siendo productivas para la sociedad. Si uno es capaz de llegar al trabajo a las 9:00 hs. y salir a las 17:00 hs, la sociedad no lo considera incapaz. No importa si, desde las 17:01 hasta las 08:59, uno permanece en estado catatónico frente al televisor, tiene las fantasías sexuales más pervertidas a través de la Internet, se queda mirando la pared, culpando al mundo, sintiéndose víctima de una injusticia o tiene miedo de salir a la calle; si comete exceso de higiene, o falta de higiene, si sufre crisis depresivas y llanto compulsivo. En tanto uno sea capaz de presentarse a trabajar y hacer su contribución a la sociedad, no constituye una amenaza. Uno se transforma en una amenaza sólo cuando el asunto se desborda y, de un momento al otro, sale a la calle con una ametralladora, entra a un cine donde dan una película infantil y mata a quince niños para advertirle al mundo que Tom & Jerry es pernicioso para la educación. En tanto uno no haga eso, está condenado a ser una persona normal.
¿Y la locura? La locura es la incapacidad de comunicarse.
Entre la normalidad y la locura, que en el fondo son la misma cosa, existe un estado intermedio: el “ser diferente”. Y la gente tenía cada vez más miedo de “ser diferente”. En Japón, después de haber pensado mucho sobre la estadística que acababa de leer, me asaltó la idea de escribir un libro sobre mi propia experiencia. Escribí Verónica decide morir en tercera persona, usando mi ego femenino, porque sabía que lo que interesaba no era mi experiencia de las internaciones sino los riesgos de ser diferente, y el horror de ser igual.
Cuando terminé, fui a hablar con mi padre. Pasado el período difícil de la adolescencia y el inicio de mi juventud, mis padres nunca se perdonaron por lo que me hicieron. Yo siempre insistía en que tampoco había sido algo tan grave, y que la carcel (también estuve preso tres veces, por razones políticas) me había dejado marcas más profundas. Pero mis padres no me creían, y vivían culpándose.
-Escribí un libro sobre un hospital psiquiátrico – le dije a mi padre de 85 años. – Es un libro de ficción, pero en dos páginas me puse como personaje. Eso va a hacer públicas mis internaciones psiquiátricas.
Mi padre me miró directo a los ojos y me preguntó:
-¿Estás seguro de que no va a perjudicarte?
– Estoy seguro, papá.
– Entonces, adelante. Ya me había cansado de guardar el secreto.
Verónica decide morir se publicó en agosto de 1998 en Brasil. En septiembre, había recibido más de 1.200 emails y cartas que me contaban experiencias semejantes. En octubre, algunos de los temas tratados en el libro -depresión, síndrome de pánico, suicidio- fueron discutidos en un seminario que tuvo repercusión nacional. El 22 de enero de ese mismo año, el senador Eduardo Suplicy, al leer tramos de mi libro en una sesión plenaria, consiguió aprobar una ley que andaba dando vueltas por el Congreso de Brasil desde hacía diez años: la que prohíbe las internaciones hospitalarias arbitrarias.